CRONICA DESDE LA PANDEMIA
Los recuerdos que guardaba de Queens se han ido
borrando con el tiempo, no sé si han pasado diez o diez mil años desde que
escapé de allí tras una racha de muertos que aparecían por cualquier parte.
De cualquier forma, Queens ya no existe tal y como
lo conocí hace tres décadas, ahora es un promontorio de negocios muertos y
puertas cerradas y gente que camina sin rumbo cierto. Si, algunas personas que
caminan por las calles desoladas como si fueran las 3 de la mañana, llevan el
rostro cubierto, algunos parecen tener prisa, otros, miedo. No sabes quienes
son, que hacen allí, ¿Por qué no se han ido antes o porque aún no han muerto?
Paso conduciendo despacio, contemplando el pavimento vacío donde alguna vez mi
juventud estuvo colmada de libertad. Me detengo en la esquina de Baxter y
Hampton Street, donde alguna vez Naydu y yo creímos ver correr al asesino de
Manuel de Dios Unanue, las palomas se han apoderado del Triángulo y disfrutan
del Sol a sus anchas. Julio Díaz ya no viene a bailar por aquí, ya habrá
viajado, él y su muñeca Lupita y su música de la Sonora Matancera. La última
vez que lo vi venían del Bronx en el Tren 7.
Después del 2 de diciembre de 1993 empezaron a
aparecer los muertos en las calles y en los parques y en carros estacionados en
las autopistas o quemados en cualquier parte. La muerte de Pablo Escobar marcó
en antes y el después de la bonanza y empezaron a cobrarse hasta con la vida
los intereses del miedo. En esos días cualquiera te sacaba pistola y sin que
nadie pudiera o quisiera verlo aparecía un gatillero y resolvía cualquier
malentendido con la sinfonía de las balas. La ley no intervenía para nada, tan
solo miraba de cerca, pasaba en carros sin distintivos, escondidos tras sus
vidrios oscuros o sus ropas de oficina, hasta el domingo 5 de junio de 1994
cuando Colombia jugó un partido amistoso con Grecia y apenas sonó el pitazo
final reventó la algarabía en la avenida Roosevelt porque los cafeteros habían
vencido con un gol de Hernan “Carepa” Gaviria y otro de Freddy Rincón. Habían
ganado el mundial antes que empezara y todos nos tiramos a bailar y beber a las
calles de Jackson Heights y en cuestión de cinco minutos eso se convirtió en el
carnaval más grande que se haya visto jamás en el barrio. También en cuestión
de minutos apareció un contingente de más de dos mil policías antimotines y
disolvió el vergel a la cuenta de tres, a punta de palo y por allí quedaron
regadas las pelucas del Pibe Valderrama y hasta la bicicleta de El paisa o Mis
Colombia, Oswaldo Gómez quedó atascada en una alcantarilla, tras la estampida
de la multitud. Ese fue el primer golpe brutal de la represión del flamante
alcalde Rudolf Giuliani, posteriormente cerraría todo negocio que no fuera
moral para su gusto e implantó una persecución tenaz a todo aquel que no
comulgara con sus principios. Giuliani terminó su gobierno con el atentado más
grande que se haya producido en este país, el de las Torres Gemelas.
A mediados de la década de los 90 nos reuníamos en
El Capitolio, era el lugar indicado para coincidir con amigos, escuchar música
y enamorarse. Era de esos pocos lugares donde estaba permitido soñar. Los que
tenían menos éxito se iban al Ildas Place, en Baxter, frente al Hospital
Elmhurst o al Billar de la 86. La avenida Roosevelt ofrecía una variada gama de
alternativas nocturnas pero el alcalde ya le tenía los ojos puestos, por eso prohibió
el bailar en bares y tocarse en clubes nocturnos, proscribió la bolsa de papel marrón
que era la moda en los tiempos de David Dinkins, clausuró los Go-go y los table
dance. El crimen era su obsesión pero la
prensa no había dejado de entretenernos con historias truculentas como El
asesino del Long Island Railroad, Unabomber, el asesino del Zodiaco, el asesino
de Wendys, etc. Queens era para entonces el experimento étnico más grande del
mundo, todas las culturas empezaban a colisionar en un frenetismo sórdido.
Latinoamericanos, asiáticos, polinésicos, europeos de toda índole empezaron a
intercambiar la materia prima de un fenómeno social que habría de explotar en
poco tiempo. Una noche llegué corriendo al hospital Elmhurst, mi hijo estaba a
punto de nacer, en la habitación estaban dos asistentas nepalesas, una
enfermera filipina y una médica irlandesa. El lugar parecía una máquina de
partos, los bebés iban formando un batallón en una sala aislada con ventanas de
vidrio, imposible de distinguirlos unos de otros. A la media noche mi hijo ya era parte de ese
batallón de bebés alineados en esa caja de vidrio. Salí del hospital, caminé
hasta la avenida Roosevelt, tenía veinte dólares en la billetera, esa era toda
mi fortuna, compré unos tacos y con lo que me sobró, unas botellas de cerveza.
A esa hora ya era abril, me fui caminando por Hampton Street hasta mi casa, pasé
por la Bodega del medio, recordé los tres cuerpos que había visto del otro lado
de la calle una madrugada cuando recién llegué a vivir a Queens. Poco tiempo después caí en cuenta que muchos
de mis amigos habían huido sin decir nada. El
barrio se llenó de gente extraña y yo volví a ser un desconocido entre
tanto forastero, por eso ya no quise
frecuentar aquellos lugares de la década pasada. La última vez que fui al Flamingo
llegaron los federales después de las diez de la noche y nos tuvieron inmovilizados por dos horas, no sé qué o a
quien buscaban. La gente aparecía muerta al día siguiente sin rastros siquiera
de cómo habían muerto. Una noche fui a Terraza 7 a buscar a unos poetas y
estaban presentando un libro, La risa de Demóstenes Rara de Gabriel Jaime Caro,
me senté en sus butacas de gallera a escuchar la lectura, abajo estaba el poeta
Ricardo León PeñaVilla envuelto en una bufanda de fondo blanco y cuadros
negros, tosía profusamente, bajé por la estrecha escalera de caracol para
saludarlo y tomarnos un vino. A los pocos días murió. Ya había muerto Pedro
Pietri y Petronio Rafael Cevallos. Macondo y Lectorum habían cerrado sus
puertas en Manhattan y Ramón había abierto un refugio para libros en la calle
80 llamado Barco de Papel. Los demás ya no iban a volver porque todos habíamos
empezado a perder la memoria. Esto no era nada nuevo para nadie, con tanto
extranjero hacinado en los tugurios de Corona la vida estaba por los cielos y
el preludio de esa tragedia no la arreglaba ni un presidente negro. Ya nos
habían cambiado la libertad por Disney. Cuando sonaron las sirenas el otro día,
una ambulancia desesperada trataba de abrirse paso por la calle Hampton, volteó
por Baxter a la izquierda y se fue en sentido contrario hasta la puerta de
emergencia, donde está el centro de traumatología del Hospital Elmhurst. El
paciente llegó muerto y los paramédicos volvieron a su unidad derrotados. La
historia se repitió varias veces el mismo día. Las calles han quedado
desoladas, una mujer viene hacia mí, enmascarada, tiene una palidez fúnebre y
los ojos perdidos en no sé qué falta de aliento. Me hago a un lado para que
pase buscando el aire que ya no le alcanza. Las puertas de los negocios están cerradas
seguramente para no abrir nunca más, en la calle 83 el Triángulo Unanue está
desolado de pastores evangélicos y comensales, tan solo las palomas escarban el
pasto de abril que recién brota, bajo el armatoste de los rieles, me pregunto
si habrá una luz al final del tren de la muerte.
Angel F. García-Núñez
New York 15 de abril, 2020
Exquisita lectura .
ResponderEliminarEn tanto al tren de la muerte, la luz sera para los asintomaticos y la oscuridad seguro para los que toman los remedios de Trump.