CUANDO TENGA INTERNET

CUANDO TENGA INTERNET


Hace unos días me encontraba en la sala de espera de un consultorio médico a orillas del East River en Manhattan. Éramos pocos los pacientes en aquella sala, todos sumidos en nuestros propios padecimientos pero con los ojos puestos en la pantalla del teléfono. De pronto perdí la señal  y empecé a manipular los controles del aparato sin éxito. Levanté la mirada y me encontré con una docena de ojos ofuscados tratando de reconectarse al oxígeno virtual del internet.

Por primera vez me percaté de que había un reloj en la pared, eran las 3 y 40. Miré mi reloj de mano, iban a dar las 11 de la mañana. Volví a mirar el reloj de la pared y seguían siendo las 3 y 40, no sé de qué día, traté de calcular cuántas horas llevaba detenido en aquel tiempo pero sin otros datos me era imposible tener una pista.

Miré a todas partes, la gente se echaba aire con lo que podía, era como estar en un estanque agotando las últimas moléculas de oxígeno. Algunos pacientes se pusieron de pie y caminaron de un lado a otro. Yo estaba tratando de redondear una teoría en torno al reloj detenido en la pared, se detuvo esta madrugada, por lo tanto debe llevar unas siete horas y veinte minutos allí. Quise llamar por teléfono a un amigo y plantearle algunas conjeturas sobre el reloj, pero no tenía señal. Quien conozca New York sabrá que por alguna razón muy técnica que las compañías aún no han resuelto es casi imposible captar una señal óptima a orillas del Hudson o el East River.


Nací en un pueblo del Pacifico Sur a fines de la década de los años 60 donde no había electricidad, ni servicios básicos y la vida transcurría en torno a las actividades del campoy los animales silvestres. Nos alumbramos con veladoras o lamparines a kerosene y en muchos casos cocinamos con leña. He superado muchas etapas de mi vida, yendo de esa vida elemental hasta llegar a esta parte compleja del mundo, llamado primer mundo donde todo parece moverse a una velocidad implacable, pero en ese momento se nos había cortado el combustible que nos mantenía a flote y literalmente nos estábamos ahogando en un estanque fangoso, sin oxígeno y lleno de incertidumbres. Recordé cuántas cosas había dejado de decir por vergüenza o desidia, como aquella carta de amor escrita a una compañera de escuela que nunca entregué. Cuántas palabras de amor o felicidad habían muerto o jamás habían visto la luz del Sol. Sentí la urgencia de confesar tantas cosas, ¿qué si ese hubiera sido mi último instante de vida y me iba a ir de este mundo sin decirlo? Levanté la cabeza sobre esas aguas turbias y vi en los ojos de aquellas personas la expresión del condenado que marcha en silencio, por un pasillo oscuro, de madrugada, a las 3 y 40 de la mañana acaso,y una voz de clemencia aflora en los ojos, una última palabra, alguna confesión del última hora. Volví los ojos al teléfono, aterrado por la certidumbre de un adiós sin consuelo empecé a escribir una carta sin destino. Así nace esa promesa que debo cumplir apenas salga de este pozo: Cuando tenga internet


Angel F. Garcia

New York, noviembre 20, 2023

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