EL HOMBRE QUE NO TENIA MUERTE

 

HOMBRE QUE NO TENÍA MUERTE

 

El otro día lo encontré tristísimo, sumergido en un marasmo fraguado en la soledad que había ido construyendo como una capa de coral en torno de sí. Sus amigos se habían ido muriendo en vertiginosa carrera acelerada por el tiempo y desde que empezó la pandemia, se iban en tandas de tres o cuatro al día.

Lo conocí en Nueva York, a mediados de la última década del siglo pasado, en una escuela donde se aprendía el incierto oficio de poeta y escritor y la costumbre de bohemio por añadidura. Era un tipo bajo, recio, de negros crines, con la expresión de estar pensando siempre y el sol dibujado en la piel como si fuera de barro y se acabara de cocer a fuego lento en el desierto de Arizona. Era de un hablar pausado, como si fuera buscando excusas para no decir todo lo que sabía, sin embargo siempre encontraba una historia fantástica que contar y terminaba por embaucarnos, y nosotros por rodearlo como lo hacen los náufragos en torno a una radio.

Una vez nos contó que la muerte lo velaba todas las noches, que iba a donde él iba y le exigía que se entregase. Él, desde luego, se había negado siempre con argumentos de urgencia que solo causaban desesperación en la pertinaz ejecutora.

"La virginidad de la vida se pierde una sola vez" solía decir con frecuencia y se auto fusilaba con un trago de tequila sin madurar. Tenía un nombre extenso que no voy a repetir por razones bíblicas, ya que una vez Dios pronuncia tu nombre deja de ser cosa de humanos, por eso empecé a llamarlo Wilson, como el personaje de una película perdido en medio del mar.

Wilson llegó un día a clases con la novedad que le habían robado sus pertenencias y entre esas cosas se habían llevado su tarjeta de seguridad social y su identificación personal. Creo que eso lo volvió distraído y esquivo, ya no platicaba como antes, se abstraía en un silencio melancólico, como si por algún agujero se le estuviera escapando el alma.

 

Para mí las cosas eran más simples, un día le sugerí que fuera al consulado mexicano  y tramitara sus papeles, fue cuando me contó que era preferible quedarse sin nombre que intentar hacer el trámite: Se quedó sin nombre.

Poco antes de que ocurriera el robo de los documentos, él había hecho un pacto con la muerte en el cual ella dejaría de acosarlo y no volvería dentro de diez años y él al cabo de ese tiempo se entregaría sin oponer resistencia. La  muerte no cumplió su promesa.

A fines de la década de los noventa el paraíso parecía desgranarse en controversias y especulaciones, la humanidad de pronto se percató que no sólo los plazos bíblicos estaban por cumplirse sino también los plazos de la ciencia y que el mundo podía acabarse por otras razones, fue así que empezó el conteo regresivo hacia el Y2K. Wilson huyó una de esas noches sin despertar sospechas y cuando todos nos enteramos que ya no estaba, él ya había anclado su existencia otra vez en Puebla.

Mordido por la curiosidad lo llamé para preguntar cómo había resuelto sus asuntos con la muerte. No sé si fue por esos días cuando comenzó la felicidad de su desgracia. Al verse libre, se hizo el desentendido con los asuntos de su identidad robada. Sucede que después que perdió  los documentos de identidad, alguien empezó a usarlos para diferentes fines, alguien que parecía resuelto a iniciar una nueva vida desde cero. Aquel individuo había conseguido trabajo, encontrado esposa, registrado carro, abierto cuentas de banco y hasta comprado  casa con la identidad de Wilson. Un día los rumores llegaron hasta puebla de lo bien que le iba en la ciudad de Nueva York y el sintió cierta envidia del otro Wilson. Me pidió que investigara si esos rumores eran ciertos.

El Wilson falso era más alto y de ojos claros, tenía una barbilla de cantante de salsa y una sonrisa profesional que llevaba a todas partes. Era por lo menos cinco años más joven que el verdadero, jugaba futbol los domingos, no bebía.

Mi informe fue preciso y detallado, no escatimé ningún detalle que pudiese servirnos en caso de que necesitáramos hacer algo, pero Wilson se sintió tan satisfecho de su otro yo que me sugirió que lo dejáramos tranquilo.

-Como es la esposa -preguntó Wilson antes de cambiar de tema.

-Bella - respondí sin ninguna duda.

-¿Que tan bella? -insistió Wilson.

-Tan bella que duele que no seas tú -le dije y nos olvidamos del asunto.

El nuevo milenio empezó con cierto pesimismo, nuestra generación se rehusaba a perder protagonismo frente al rampante progreso de la tecnología, frente a la brevedad de los contenidos y la rapidez con la que éstos empezaban a transmitirse. Y desde luego, el horror de competir con una generación salida de la ciencia ficción, una generación que hablaba en clave y había hecho del dedo pulgar una herramienta fundamental de escritura: los millennials. No solo éramos lentos y empezábamos a pintar canas, también comenzaron a aparecer arrugas y dolores sin patentar. Wilson me llamó unos meses después del atentado a las Torres Gemelas para pedirme que verificara una noticia que ya era harto conocida en su pueblo. “Dicen que he muerto en las Torres Gemelas”. En efecto, Wilson estaba entre las víctimas fatales, el decir que el falso Wilson había muerto en el atentado. Cuando confirmamos la noticia, la viuda ya había hecho todo los trámites legales, cremado los restos, notificado al consulado y este a su vez a los registros civiles y públicos, había cobrado la indemnización, vendido la casa y desaparecido con las cenizas sin dejar rastro. De eso hace dos décadas y no importaría en lo absoluto si no se hubiera llevado la identidad de Wilson.

El difunto Wilson tuvo que aprender a sufrir  lo que por desidia había venido gozando. La burocracia que lo había ignorado por años, atosigada por la pandemia y la confusión de los muertos sin contar de los crematorios, empezó a acosarlo y desdeñar con excusas. Un día se acercó a una oficina pública a reclamar un bono de asistencia y la encargada le dijo sin ningún remordimiento: “Oiga, usted no existe”. En efecto, Wilson ya no existía para nadie, su nombre había sido borrado de los padrones electorales, del registro civil, de los archivos policiales, de la beneficencia pública y hasta de las esquelas sociales del club de caballeros notables de San Miguel Totopala. La última vez que fue a la iglesia quiso confesarse pero el cura no lo aceptó, tenía prisa por cerrar e irse del pueblo. “De cualquier manera -dijo el cura- nunca he comulgado a un muerto”. Willo regresó a su casa y se encerró a pagar una penitencia que él mismo se había impuesto por haber regalado su identidad. Por muchos días el silencio de las calles era cortado por la procesión de un difunto rumbo al cementerio, él anotaba en una libreta los detalles del cortejo fúnebre y deducía quien era el muerto. Así pudo enterarse que ya no le quedaban amigos. Se acordó de la muerte, echo de menos los días en que venía a vigilarlo,  aquella noche soñó con ella, la vio nítida, sentada en una silla tejida de lazos de paja y brazos enormes, parecía una diosa en un traje de brumas blancas, el cabello le  brillaba al son de la luna y sus ojos negros miraban el mar apacible de la noche. Era sin lugar a dudas la versión más dulce que pudiera imaginarse de la muerte, de una edad profunda donde los números ya no tienen ningún valor. 

-Ah, eres tú -dijo la muerte- ya te había olvidado.

Wilson sintió el desconsuelo de la ironía. Él también estaba viejo y raído por el tiempo inconmensurable que habría pasado desde entonces. Sintió ganas de saber por qué lo habían dejado olvidado en un mundo que ya no era el suyo.

-¿Por qué me dejaste aquí abandonado? -pregunto Wilson.

-No te dejé abandonado -respondió la muerte- alguien más tomó tu lugar.

Wilson sintió la desazón  de haber sido estafado por la vida. Sus ojos se llenaron de una amarga melancolía y la voz se le cortó en un quejido animal.

-¿Y cuándo me vas a llevar? –reclamó Wilson.

-Lo siento -respondió la muerte cruzada de brazos, sin dejar de mirar el ruido de las olas que volaban en la noche y se apagaban en la distancia- Yo ya me retiré.

Angel García.

New York, Febrero, 2021



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