PANDEMIA AVISADA SÍ MATA GENTE
Si el sol sale a medianoche o la tierra empieza a disparar gotas de lluvia hacia el cielo, lo tomaré con absoluta calma a partir de hoy.
Hace un mes fui a la sala de emergencia de un hospital aquí en Brooklyn que ha surgido en lo que antes fue un emporio industrial venido a menos en los tiempos de Bill Clinton, la gente especula que los chinos compraron las fábricas, las desmantelaron, se las llevaron por mar y luego las volvieron a armar tal y como estaban aquí pero en las provincias de Hunan, Fujian, o Wuhan, donde hace once meses estalló la pandemia. Lo único cierto de esto es que la gente cree todo lo que dice la televisión. Por aquí no hubo ningún chino desmantelando nada, las máquinas se pudrieron solas en el más absoluto abandono de estos últimos veinticinco años.
No tardé ni un minuto en la sala de espera del NYU Langon Hospital cuando me llamaron para ser atendido, me colocaron un brazalete en la muñeca izquierda, me hicieron ingresar a una sala, me pesaron, sacaron sangre, midieron la temperatura y me hicieron las preguntas más indiscretas que uno pueda imaginar. Luego me volvieron a escanear el brazalete y me pasaron a otra sala donde un médico me hizo más preguntas, me observó los ojos y anotó sabe dios qué en una tableta que cargaba a todas partes; me volvieron a escanear y me pasaron a otra sala donde había una joven sentada. “Siéntate allí” ordenó el personal médico y yo me senté con el último aliento que me quedaba.
Debo admitir que recurrir a un hospital o a una sala de emergencia está al final de mi lista de recursos, pero esta vez ya no tenía otras opciones, era ir o morir de dolor aquella noche. La joven me sonrió al instante y preguntó
-¿Por que estas aqui?
-Traigo un dolor de espalda que me está matando- Respondí. Ella pasó su mano sobre mi hombro y adoptó una expresión maternal
-¿Y tu por que estas aqui?- Pregunté.
-He venido para que me desintoxiquen, he estado bebiendo demasiado y no puedo controlar mis manos -dijo ella- pero llevo horas aquí esperando. Me mostro sus manos delgadas, tendría apenas veintidós años, al lado tenía una maleta rosada y una bolsa de comida, sus ojos negros brillaban a ratos y sus manos volvian a inquietarse. “Ya te atenderán”, la consolé.
Las enfermeras pasaban en grupos de a dos, la muchedumbre de los días de la pandemia había desaparecido, no se escuchaba ninguna ambulancia que saliera de prisa, ni gente esperando en los pasillos, tan solo los dos, yo con un dolor infame en la espalda y ella con una cruda sin consuelo.
Al rato ella se puso de pie y me dijo “tengo que salir a buscar un trago, cuidame la maleta por favor” y yo me quedé allí preguntándome qué habría adentro, quizá todo su pequeño o enorme mundo con el cual se movía libre por todas partes. Al cabo de dos minutos la joven volvió acompañada de un agente de seguridad que le ordenó “siéntate allí” y ella se sentó otra vez en el mismo lugar donde había estado sentada, pero esta vez en silencio.
Pasaron unos minutos y volvió a mirarme con cierta conmiseración.
-¿Ya te paso el dolor?- Preguntó.
-No- dije a secas, estaba tratando de encontrar una posición sobre la silla que me permitiera recuperar el aliento.
-Este es mi número -dijo y me alcanzó un papelito doblado en dos y agregó en tono cómplice- Me llamas cuando salgas de esto.
Apenas alcancé a decir “bye” porque en ese instante se acercó una enfermera, me cogió del brazo y me volvió a escanear el brazalete y me llevó casi arrastrando hasta otra habitación donde me inyectaron una medicina, me hicieron tomar unas píldoras y me trajeron hasta otra sala casi desmayado y me quedé allí alucinando por más de media hora.
Al cabo de una hora apareció una doctora en traje de hacer ejercicios y me explicó que mi dolor no tenía cura, por lo menos, no en ese hospital que había sido construido sobre la chatarra de la vieja industria extinta que rotulaba sus productos con el legendario MADE IN USA. me recetó una mezcla de analgésicos que antes estaba prohibida, me hicieron firmar doce papeles y me botaron a la calle por una puertecita que da a la 55th Street, no sin antes escanear el brazalete por última vez.
En la calle, mientras caminaba hacia mi casa pensé “el sistema de salud en los
Estados unidos es el mejor, no se les escapa ni un loco”. La gente solía decir: hay tres cosas certeras en este país, el correo, los impuestos y la muerte. Pero en estos días en que el Presidente fue diagnosticado con el virus muchas cosas han cambiado. Bien, era de esperarse que el virus entrara a la Casa Blanca por la puerta grande, ¿acaso todos los funcionarios no se habían sumido en la más absoluta irresponsabilidad al ignorar los mínimos protocolos de seguridad? Sin embargo, lo que ha cambiado a partir de hoy es cómo la medicina y sus instituciones abordarán a sus pacientes. Hasta hace solo un mes, aquella joven que trataba de conseguir un trago, no pudo salir del hospital, sin embargo, el Presidente, siendo portador de uno de los virus más letales que se hayan visto desde 1918, pudo salir del hospital en caravana sin ser dado de alta. Esto es algo que sienta un precedente único, que puede ser crucial en torno a la autoridad médica y la seguridad de los pacientes, no importe la enfermedad o el peligro que representa, el paciente internado, posiblemente con una enfermedad terminal o contagiado con un agente letal, puede salir a tomarse unas cervezas con sus amigos al bar de la esquina, o simplemente salir a la calle para tomarse un selfie con la novia. Y si decide irse a casa mañana y abandonar el tratamiento, está en su derecho. Tan solo debo advertirles que, pandemia avisada si mata gente.
Angel García-Nuñez
New York, octubre 6, 2020
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